sábado, 30 de julio de 2022

La Unidad Popular y la Revolución Cubana

 

FRAGUANDO LA UNIDAD DE DOS ESTRELLAS SOLITARIAS.
Relaciones políticas y culturales entre Chile y Cuba durante la Unidad Popular

Natália Ayo Schmiedecke / Universidad Hamburgo, Alemania
nati.ayo@gmail.com

Resumen: El presente artículo analiza la posición adoptada oficialmente por Fidel Castro y Salvador Allende frente al tema de los diferentes caminos revolucionarios representados por la Revolución Cubana y la “vía chilena al socialismo”, y hasta qué punto el campo cultural fue considerado estratégico en el estrechamiento de lazos entre los dos países. Defiendo la tesis de que ellos se apoyaron mutuamente y sostuvieron un mismo discurso que afirmaba la diferencia y validez de ambas vías revolucionarias. A nivel cultural, las relaciones se intensificaron entre 1970 y 1973 y tendieron a reforzar la imagen de “pueblos hermanos”. Lejos de simplemente hacer eco del discurso oficial, las instituciones culturales y los intelectuales cubanos y chilenos buscaron activamente hacer real el acercamiento entre los dos procesos, pero en ocasiones acabaron explicitando tensiones que los dirigentes intentaban ocultar.

Palabras clave: Revolución Cubana; Unidad Popular; Intelectuales; Solidaridad sur-sur.
Pintura colectiva de los Profesores/Artistas de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile
en homenaje al 26 Aniversario del asalto al cuartel Moncada, 1971. Foto: Aníbal Ortizpozo

Entre 1970 y 1973, el uso de la expresión “pueblos hermanos” para referirse a la relación entre Chile y Cuba fue recurrente en los medios de izquierda de ambos países. Este período corresponde al gobierno de la Unidad Popular (UP),1 liderado por Salvador Allende, quien propuso instaurar el socialismo en Chile por medios pacíficos, disputando elecciones y respetando las instituciones democráticas. Su programa de gobierno tuvo como eje una amplia política de nacionalizaciones, acompañada de la profundización de la reforma agraria y de una reforma política cuyo objetivo era el progresivo traspaso del poder a la clase obrera (Unidad Popular 1970). Se trataba, por lo tanto, de un proyecto alternativo a la vía armada, consagrada por las revoluciones rusa, china y cubana.

Al día siguiente de las elecciones, celebradas el 4 de septiembre de 1970, la portada del diario oficial del Partido Comunista de Cuba, Granma, llevaba el titular “Derrota imperialista en Chile”, junto a la foto de Allende rodeado de simpatizantes. Debajo del titular se publicaron dos fragmentos de una declaración realizada por Allende a la agencia de noticias Prensa Latina poco después de conocer el resultado de las elecciones. En el primero, Allende afirmaba el sentido nacional y anti-imperialista de su programa; en el segundo, se posicionaba como “amigo insobornable de Cuba” y recordaba “su lealtad, su consecuencia, su vocación latinoamericanista y su dignidad”. El cuerpo del texto contiene estos y otros extractos de la misma declaración, en la cual Allende insertaba el proceso abierto por su victoria en la larga lucha de todos los pueblos que buscaban su independencia económica y soberanía política; expresaba respeto y admiración “para el pueblo cubano, que ha comprendido que cada país tiene su realidad y su propio camino”; reiteraba su “amistad de siempre” para los líderes cubanos; y garantizaba que el pueblo chileno sabría cumplir con su “responsabilidad histórica”.

Las relaciones mantenidas por los gobiernos de Chile y Cuba durante la UP han sido, hasta ahora, objeto de pocos análisis detallados. Mientras que algunos autores subrayaron las tensiones entre sus diferentes modelos revolucionarios, planteando la tesis de desconfianza mutua, falta de diálogo e incluso boicot, otros encontraron apoyo, respeto y búsqueda de acercamiento.3 La mayoría de estos análisis adopta un enfoque político y se basa en documentos diplomáticos, discursos pronunciados por Fidel Castro durante su viaje oficial a Chile en 1971 y artículos publicados en periódicos chilenos en el contexto de esta visita.

Motivado por las controversias y lagunas observadas en la bibliografía, el presente artículo examina cuál fue la posición adoptada oficialmente por los gobiernos de Castro y Allende en cuanto al tema de los diferentes caminos revolucionarios y en qué medida el campo cultural fue considerado estratégico en el estrechamiento de lazos entre ambos países. Realicé el análisis con base en diferentes tipos de documentos, consultados en el marco de dos proyectos de investigación. Entre ellos se encuentran publicaciones periódicas, libros editados en el contexto de la visita de Fidel Castro a Chile, documentos del Partido Comunista de Chile, discos, películas y relatos autobiográficos redactados por políticos, escritores y artistas de ambos países. En este artículo, prioricé los discursos pronunciados oficialmente por Allende y Castro, y los artículos publicados en la prensa sobre los acontecimientos políticos del otro país, homenajes, proyectos conjuntos y convenios firmados en el ámbito cultural. Observé en esta documentación cómo los dos procesos revolucionarios aparecen representados y articulados y busqué comprender qué intenciones expresan estas representaciones.

Encontré que entre 1970 y 1973 los gobiernos de Chile y Cuba sostuvieron un mismo discurso, que reconocía a la Revolución Cubana y la “vía chilena” como dos caminos diferentes y válidos hacia un mismo objetivo: el socialismo. Como veremos, esta estrategia era defendida por Allende desde mediados de los años sesenta y se basaba en el apoyo mutuo y la búsqueda de diálogo, esquivando sacar a la luz divergencias políticas. El análisis realizado también indicó que las relaciones culturales entre Chile y Cuba se intensificaron durante la UP y tendieron a reforzar la imagen de “pueblos hermanos”. En las siguientes páginas, daré cuenta del juego de acercamiento y distanciamiento entre ambos contextos nacionales. Argumentaré que la estrategia adoptada respondió tanto a propósitos particulares como comunes a ambos países, pero sus resultados no siempre fueron los deseados.

El estudio realizado demostró la relevancia de pensar las relaciones Chile-Cuba en términos de solidaridad sur-sur. Como explica David Featherstone (2012, 1-12), la solidaridad, definida como una relación forjada a través de la lucha política que busca desafiar formas de opresión y desigualdad, ha sido históricamente una práctica central de la izquierda. Su objetivo es construir relaciones entre diferentes lugares, grupos sociales y proyectos políticos, ya sea consolidando identidades y relaciones de poder existentes, o bien creando nuevas formas de relacionarse. En consonancia con el discurso tricontinentalista, las relaciones establecidas en el contexto estudiado se basan en la noción de una experiencia compartida de subyugación en el sistema capitalista global. Este discurso, según Anne Garland Mahler (2018), “refleja una visión desterritorializada del poder imperial y un reconocimiento del imperialismo y la opresión racial como interrelacionados” (13), lo que conduce a la noción de “una comunidad afectiva de solidaridad” (10) de carácter transnacional, transétnico y translingüístico, forjada a través del antagonismo político. Como veremos, estas concepciones están presentes en los diferentes documentos consultados.

En la primera parte del artículo analizaré las relaciones Chile-Cuba desde las posturas públicamente sostenidas por Fidel Castro y Salvador Allende. Para ello, se hace necesario reconstituir el contexto de finales de los años sesenta y principios de los setenta, cuando se produjeron cambios que permitirían que los dos gobiernos se acercaran. A continuación, me enfocaré en el campo cultural, examinando las estrategias llevadas a cabo por diferentes actores sociales y políticos con miras a reforzar la imagen de “pueblos hermanos” y fortalecer la cooperación interestatal. Abarcaré los convenios establecidos entre instituciones culturales chilenas y cubanas, las colaboraciones establecidas en el ámbito artístico y el trabajo de intelectuales que ocuparon cargos diplomáticos. En ambos apartados, además de identificar las estrategias adoptadas y sus propósitos, llamaré la atención sobre sus límites, es decir, la emergencia de tensiones entre los dos procesos políticos, incluso en el campo cultural.

El enfoque propuesto se desarrolla en la frontera de tres campos de estudio que, si bien han crecido en los últimos años, aún ocupan un lugar marginal en la historiografía: las relaciones culturales sur-sur, las relaciones interamericanas durante la Guerra Fría y la dimensión cultural de este conflicto. Como quedará patente, “la batalla de la Guerra Fría [...] tuvo un impacto profundo en la forma en que se desarrollaron las sociedades de todo el Sur global y en la manera en que sus líderes conceptualizaron sus objetivos” (Harmer 2008, 11). En este contexto, el campo cultural cumplió un rol importante no solo como medio de difusión ideológica de los EE. UU. y la Unión Soviética, sino como “un campo de batalla en el que se forjaron, negociaron y disputaron afiliaciones geopolíticas” (Montero 2019, 105).

 

RETÓRICA OFICIAL: UNIDAD Y SOLIDARIDAD, A PESAR DE LAS DIFERENCIAS

Salvador Allende mantuvo una relación amistosa con Fidel Castro y Ernesto “Che” Guevara desde que visitó la isla en enero de 1959, pocos días después del triunfo sobre Fulgencio Batista. Durante la década de 1960, Allende defendió el proceso revolucionario cubano en sesiones del Senado chileno y declaraciones a la prensa, además de integrar la delegación chilena en la Conferencia Tricontinental (1966) y el congreso de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) (1967). Estos dos eventos expresaron la extrema polarización política que marcó el escenario internacional de la época, demostrando que los enfrentamientos no solo se produjeron entre capitalismo y socialismo, sino también entre las distintas corrientes de izquierda.

Tras el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) (1956), en el que se denunciaron los crímenes del régimen estalinista y se defendió la tesis de la coexistencia pacífica entre los bloques capitalista y socialista, la división de la izquierda entre defensores y opositores al modelo soviético se agudizó (Hobsbawm 1998, 230-232 y 433-447). De un lado estaban los partidos comunistas que aceptaron la nueva estrategia revolucionaria adoptada por el PCUS. Este es el caso del Partido Comunista de Chile (PCCh), que desde la década de 1930 venía impulsando la estrategia de la vía pacífica a través de una política de alianzas electorales y, a partir de 1952, formó parte de las distintas coaliciones que presentaron a Salvador Allende como candidato presidencial (Álvarez 2020; Casals 2010).

Del otro lado se encontraban los movimientos que, en detrimento de los postulados soviéticos, promovieron una serie de revueltas guerrilleras y revoluciones desde fines de la década de 1950. El éxito de la Revolución Cubana fue tomado por muchos revolucionarios latinoamericanos como una confirmación de que la implementación del socialismo en el continente debería realizarse por la vía armada y bajo una perspectiva anti-imperialista (Castañeda 1997). En Chile, esta bandera fue enarbolada por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), fundado en agosto de 1965 en Santiago por trotskistas, socialistas, anarquistas y disidentes comunistas. Su documento fundacional afirmaba la convicción de que la clase obrera internacional “arrojará al basural de la historia a esta podrida izquierda internacional y entregará su confianza irreductible a la Nueva Izquierda Insurreccional” (Sandoval 1990, 24-25).

La tensión entre “vieja izquierda” y “nueva izquierda” se hizo explícita en la Conferencia Tricontinental, en la que “salió reforzada la ‘línea’ cubana de confrontación con el ‘imperialismo estadounidense’ a través de las armas” (Calvo 2018, 158). La intención de Cuba de exportar su modelo revolucionario y centralizar los diferentes movimientos que florecían en el llamado Tercer Mundo volvió a salir a la luz durante el congreso de OLAS, al año siguiente. La declaración general del evento postulaba que la lucha armada era la única forma de llevar a cabo la revolución popular en América Latina y que las guerrillas eran “el método más eficaz para librar y desarrollar la lucha revolucionaria en la mayoría de nuestros países” y en escala continental.

Ante estas declaraciones, Allende adoptó una postura conciliadora. En su discurso en la Tricontinental, solidarizó con todos los pueblos que luchaban por su soberanía y llamó a la unidad de la lucha anti-imperialista, al tiempo que afirmó: “Será el propio pueblo de Chile y las condiciones de nuestro país lo que determine que hagamos uso de tal o cual método, para derrotar al enemigo imperialista y sus aliados” (Allende 1966, 290). Pero ni esta actitud, ni su amistad con los líderes revolucionarios de la isla pudieron evitar fricciones entre el régimen cubano y el PCCh, como quedó explícito en dos acontecimientos de 1966: una polémica entre Fidel Castro y Orlando Millas y la publicación de la “Carta abierta a Pablo Neruda”, firmada por docenas de intelectuales cubanos. Internamente, se produjo una creciente radicalización de los discursos de la llamada “izquierda rupturista” chilena. A fines de la década de 1960, no solo el MIR, sino también algunas alas de los partidos tradicionales de centro e izquierda, se apropiaron de los postulados de la Revolución Cubana para negar la vía pacífica, amenazando el proyecto de una coalición para disputar las elecciones presidenciales de 1970. Así, aunque se produjo la creación de la UP, esta nació marcada por contradicciones e impasses que, lejos de resolverse, se intensificarían durante el gobierno de Allende.

Como mencioné en la introducción, algunos de los autores que examinaron las relaciones entre Chile y Cuba a principios de la década de 1970 destacaron, precisamente, las tensiones entre los dos modelos revolucionarios. Estudios de Joaquín Fermandois (1985), Jonathan Haslam (2005) y Alberto Aggio (2003) sugieren que el proyecto de la “vía chilena al socialismo” representaba una amenaza a los intereses cubanos y que, a su vez, la asociación con la Revolución Cubana no era estratégica para la UP. En estos trabajos sobresale la hipótesis de que Cuba buscó imponer su modelo revolucionario a Chile, presionando a Allende y, en ocasiones, actuando a sus espaldas.

Según Haslam, en un principio, Castro recomendó a Allende que fuera cauteloso y buscara el diálogo con sectores de la oposición, pero, a partir de mediados de 1972, el dirigente cubano mostraría escepticismo frente a esto e incitaría y ayudaría al MIR a realizar acciones directas y violentas. Así, “Cuba, como un espectro, esperó en los bastidores de manera ominosa e impaciente, una alternativa al experimento de Allende” (Haslam 2005, 75). En la misma línea, Fermandois (1985, 172-173) concluye que “el poder cubano se enfocó en preparar lo que se consideraba era un enfrentamiento ‘inevitable’ entre la Unidad Popular y la oposición, añadiendo entonces un elemento más de tensión y de violencia implícita al desarrollo del sistema político chileno de aquellos años”. Este argumento es reiterado por Aggio en un análisis sobre la visita oficial del líder cubano a Chile, realizada entre el 10 de noviembre y el 4 de diciembre de 1971. El autor afirma que “Fidel actuó en Chile con la intención de ‘radicalizar’ el proceso chileno, posiblemente para hacer de Chile una base de operaciones para la guerrilla latinoamericana, patrocinada por Cuba” y que la visita no terminó “antes de que él se convenciera de que había socavado los fundamentos de la estrategia política que había dado la victoria a Salvador Allende” (Aggio 2003, 163). Por lo tanto, los tres historiadores ponen de relieve una supuesta falta de voluntad o incapacidad del gobierno cubano para dialogar con la “experiencia chilena” y su búsqueda por radicalizarla.

Teniendo en cuenta algunos estudios recientes, esta interpretación me parece insostenible. Entre ellos, sobresale la investigación realizada por Tanya Harmer (2008), que analizó documentos diplomáticos recientemente desclasificados y concluyó que, independientemente de creer o no en la posibilidad de éxito del proyecto de la UP, el gobierno de Castro se mantuvo dentro de los límites establecidos por Allende. La autora demuestra que el argumento de que Cuba buscó intervenir en la vida pública chilena y los partidos de la UP, cumpliendo “una función casi simétrica con la norteamericana en la oposición” (Fermandois 1985, 71), no se confirma. Ella también llama la atención sobre la necesidad de reconocer que a principios de la década de 1970 la política exterior cubana no era la misma de la década anterior. Este es un hallazgo importante porque, como observa Eugenia Palieraki (2015, 173-181), predomina en la historiografía una tendencia a examinar las relaciones entre la Revolución Cubana y las izquierdas latinoamericanas ignorando que la política externa cubana pasó por diferentes etapas, experimentó cambios importantes y estuvo marcada por contradicciones.

Según Harmer (2008, 37), tras de la muerte de Che Guevara en Bolivia, en 1967, los líderes cubanos revisaron su política continental: “Castro comenzó a hablar de muchos caminos para la revolución y a adoptar una política más cuidadosa”. Rafael Pedemonte (2019, 285-291) plantea que este cambio se hizo visible en la segunda mitad de 1968, cuando Cuba comenzó a priorizar las relaciones entre Estados a expensas del apoyo a los movimientos clandestinos, reconoció la posición de liderazgo de la Unión Soviética en el movimiento comunista internacional y llevó a cabo una transformación inspirada en el modelo soviético, con la sustitución gradual del ethos guerrillero por una estructura política más institucionalizada. Como analizan otros autores, en el cambio de década las prioridades internacionales de Cuba estaban alineadas con las de la Organización de Solidaridad de Pueblos Afroasiáticos (AAPSO) (Stites Mor 2019, 56) y el “No Alineamiento se convirtió en un objetivo axial de la política exterior de La Habana”, que inició una escalada hasta lograr el liderazgo del Movimiento de Países No Alineados (MPNA) (Albuquerque y Hernández 2019, 55). Tal reorientación, sumada a los cambios ocurridos en el sistema interamericano, la progresión de la Guerra Fría y los desarrollos internos en Cuba y Chile, permitieron un “encuentro inesperado” (Pedemonte 2019, 276) entre las dos vías revolucionarias a principios de los 70.

Lejos de ocurrir de forma natural y automática, este encuentro fue producto de negociaciones. En julio de 1970, Allende envió una delegación a Cuba con el objetivo de convencer a Castro de la viabilidad del proyecto de la UP. El esfuerzo dio sus frutos: el 1 de agosto, en un encuentro en la Universidad de La Habana, el primer ministro cubano declaró que el socialismo en Chile se podría lograr mediante una victoria electoral, pero aclaró que se trataba de un caso excepcional (Pedemonte 2019, 292-298). La amplia difusión de esta declaración en periódicos y revistas vinculados a los partidos de la UP pone de manifiesto la esperanza de que el apoyo de Castro influyera positivamente en la campaña electoral. De hecho, a partir de mediados de agosto, las principales voces de la izquierda “rupturista” chilena comenzaron a admitir la posibilidad de la victoria de Allende y decidieron no boicotearla. Bajo el título “Los votos, más el fusil”, los editores de la revista Punto Final reconocieron que la UP representaba los intereses de los trabajadores y, por lo tanto, “aun quienes consideramos que el método electoral no es el más idóneo para alcanzar ese propósito, hemos asumido la actitud de apoyar la lucha de las masas, procurando al mismo tiempo no entorpecer la táctica utilizada por quienes dirigen este proceso”. A su vez, en vísperas de las elecciones, el dirigente Miguel Enríquez, quien durante años había defendido la abstinencia electoral, autorizó a los militantes del MIR a votar por la UP (Pedemonte 2019, 297).

Después de la victoria de Allende, la prensa cubana comenzó a dar un protagonismo sin precedentes a los acontecimientos políticos de Chile, comentados casi a diario en Granma. Tal como en el caso de Punto Final, uno de los temas más recurrentes era la conspiración de la oposición, denunciando a menudo la complicidad del gobierno estadounidense. Pero, mientras que la revista chilena recalcó la posición de personas y grupos que defendían la radicalización del proceso, el diario cubano favoreció las declaraciones de Allende, como lo demuestran los titulares: “Denuncia Allende maniobra derechista para crear pánico económico en Chile”, “Reitera Allende presiones internas y externas para evitar su ascenso al poder” y “Denuncia Allende el carácter político de la huelga de dueños de camiones y comercios”.

Entre estas declaraciones, una de las más celebradas tanto por la izquierda chilena como por la oficialidad cubana fue aquella hecha para un grupo de periodistas europeos a fines de 1970: “a la violencia reaccionaria responderemos con la violencia de la ley, y, si es necesario, con la violencia revolucionaria”. En la misma ocasión, según informó Granma, se le preguntó al presidente de Chile sobre la posibilidad de que la experiencia de la UP pudiera repetirse en otros países, a lo que él contestó: “Somos modestos y creemos que cada país, cada pueblo, tiene su propio camino. Nosotros no exportamos nuestra experiencia y creemos que en América Latina es todavía más difícil exportar la Unidad Popular”. Aquí queda claro el alineamiento con Castro, quien, como ya he señalado, advirtió de la excepcionalidad del caso chileno.

El acercamiento entre los dos gobiernos se había oficializado el 12 de noviembre, cuando Allende declaró la reanudación de las relaciones diplomáticas. Si bien la medida contradecía la recomendación de Castro, quien consideraba prudente esperar un escenario más favorable para las fuerzas de la UP, ella fue celebrada por la prensa cubana como un gesto anti-imperialista y solidario. Estos principios fueron destacados muchas veces por políticos de ambos países, como lo podemos ver en la edición de Granma del 20 de abril de 1971, que presenta en la portada fotos de Fidel Castro y Volodia Teitelboim, dispuestas una al lado de la otra. Entre los titulares, que hacen referencia a una declaración del primer ministro cubano reproducido algunas páginas más adelante, se encuentra: “Chilenos, frente a una agresión exterior, ¡consideren inscriptos desde ya todos los revolucionarios cubanos!”. La edición también incluía la transcripción del discurso pronunciado por Teitelboim durante la visita de una delegación chilena que participó en las celebraciones del décimo aniversario de la victoria de Playa Girón. En él, el escritor y senador comunista reconocía que la victoria de la UP sería inconcebible si la Revolución Cubana no hubiera abierto el camino y afirmaba:

[…] nuestras banderas tienen un parentesco familiar, los mismos colores, la misma estrella solitaria. Pero hoy la estrella de Cuba y la estrella de Chile se juntan y se acompañan. […] sabemos que en cualquier momento y circunstancia, en cualquier encrucijada difícil de nuestro proceso revolucionario, podemos contar con la solidaridad desinteresada de Cuba, así como Cuba puede contar con la solidaridad de Chile. Porque de ahora en adelante los destinos de nuestros pueblos marchan entrelazados.

El estudio de Elisa Borges y Joana Vasconcelos (2019) sobre la visita oficial de Fidel Castro a Chile muestra que esta fue la perspectiva que prevaleció en las docenas de discursos que el líder cubano pronunció a lo largo del país. Las autoras reconocen tres ejes en el mensaje que Castro buscó transmitir: esfuerzo en fortalecer el sentido moral de la revolución chilena y fomentar una actitud disciplinada entre los trabajadores; énfasis en la amistad entre los pueblos y la integración latinoamericana; y demarcación de las diferencias entre los dos procesos políticos, a pesar de que compartían una misma concepción ideológica y se orientaban hacia un mismo objetivo. Sobre este último punto, Borges y Vasconcelos señalan que Castro trató de esquivar polémicas sobre la “vía chilena”, reiterando que respetaba el proyecto que encabezaba Allende y que cada país tenía especificidades históricas que deberían orientar la adopción de una estrategia revolucionaria. Allende, a su vez, defendió que “Fidel Castro no estaría en Chile si aquí no hubiera triunfado un gobierno revolucionario [...] Él tiene consciencia y sabe que lo que hacemos nosotros es una revolución de acuerdo con nuestra realidad”. Como concluyen las autoras, “Ambos se esforzaron por argumentar que era necesario que las revoluciones se retroalimentaran, se apoyaran mutuamente” (Borges y Vasconcelos 2019, 258).

Varios autores encontraron que, a pesar de estos esfuerzos, la visita de Castro contribuyó a intensificar la polarización política en el país, tanto entre gobierno y oposición, como dentro de la izquierda. Con el paso de los días y la intensificación de los ataques de la oposición, el líder cubano pasó a mostrar poca confianza en la posibilidad de llevar a cabo el proceso respetando la democracia burguesa y afirmó en el acto de despedida: “Regresaré a Cuba más radical de lo que vine […] Las lecciones, las experiencias, me hacen sentir más profundamente identificado con el proceso que ha vivido nuestra patria”. En la misma ocasión, insistió en el carácter “insólito” de la experiencia chilena y afirmó que, a pesar de las especificidades, las “leyes de la historia” sobre la reacción de las clases dominantes se estaban confirmando en Chile y exigían una respuesta decisiva. Al igual que en los mítines en que el público le pidió a Castro su opinión sobre los hechos nacionales y la inevitabilidad de un enfrentamiento armado, aquí se observa que diferentes actores políticos chilenos incidieron en el rumbo de la visita, dificultando que se llevara a cabo la estrategia de superar las diferencias y expresar apoyo a la UP.

En diciembre de 1972, fue el turno de Allende de viajar oficialmente a la isla. La visita fue cubierta en gran parte por Granma, que la definió como “Un abrazo de pueblos hermanos”. Allende recibió una cálida bienvenida, visitó diferentes lugares, recibió la recién instituida medalla José Martí31 y habló ante una multitud en la Plaza de la Revolución. El acto fue inaugurado por Castro, quien recordó la amistad y solidaridad de Allende desde los inicios de la Revolución y celebró su decisión de llevar a cabo el proyecto socialista en Chile, a pesar de los esfuerzos de la burguesía nacional y el imperialismo para derrocarlo. Luego se centró en los temas de la deuda externa chilena y la caída del precio del cobre en el mercado internacional y propuso al público que, en un gesto de solidaridad, cada ciudadano cubano sacrificara parte de su cuota de azúcar en favor del pueblo chileno. Bajo los gritos de “¡Allende, Allende, Cuba te defiende!” y “¡La donamos, la donamos!”, la medida fue apoyada. Castro recalcó el heroísmo del pueblo cubano, aclarando que “un pueblo no solo es heroico cuando está dispuesto a dar su sangre por su hermano. ¡Es heroico también cuando como en el día de hoy expresa la disposición de dar parte de su alimento por un pueblo revolucionario y hermano!” (Castro 1972).

Por su parte, Allende recordó su amistad con Fidel Castro, Camilo Cienfuegos y Che Guevara y, como lo había hecho muchas veces antes, mencionó la copia de Guerra de guerrillas que le había sido regalada por este último con la siguiente dedicatoria: “A Salvador Allende, que por otros medios busca lo mismo”. Luego celebró los logros del gobierno cubano, su valiente resistencia al imperialismo y su “clara concepción del internacionalismo proletario”, agradeciendo el gesto de solidaridad con el pueblo chileno y trazando paralelismos con la participación de los chilenos en las guerras de independencia cubanas. Finalmente, denunció las maniobras del imperialismo, reafirmó las especificidades que llevaron a la izquierda chilena a elegir la vía electoral y garantizó que “nosotros –que no queremos la violencia– a la contrarrevolución y a la violencia reaccionaria responderemos utilizando primero la ley, después utilizaremos la violencia revolucionaria” (Allende 1972).

Los meses siguientes estuvieron marcados por la intensificación de la polarización política y la profundización de la crisis económica en Chile. Ante este escenario, Castro y otros representantes del gobierno cubano insistieron en que Allende se preparara para un enfrentamiento armado y se dispusieron a ayudar en esta tarea, pero el mandatario chileno declinó (Harmer 2008, 155 y 176-178; Fermandois 1985, 176-190). Cabe señalar que estos diálogos y las acciones derivadas de ellos se desarrollaron en secreto; a nivel oficial y público, se observa una continuidad en los discursos.

Eso se puede ver en las declaraciones a la prensa hechas por el entonces presidente cubano, Osvaldo Dorticós, durante su visita diplomática a Chile, realizada entre el 31 de mayo y el 5 de junio de 1973. Dorticós postuló que “Ciertamente por caminos distintos y en acatamiento a realidades diversas de cada país, día tras día se suceden acontecimientos que marcan hitos trascendentes en la historia de este continente hacia los objetivos finales que pretenden garantizar la independencia económica y política” y que el “nuevo contacto” entre Chile y Cuba representaba un paso importante hacia estos objetivos. Aproximadamente un mes después, Granma publicó un artículo que celebraba el acercamiento entre el gobierno cubano y otros gobiernos latinoamericanos. Entre las quince fotografías que lo ilustran, la más destacada es la que muestra un abrazo entre Allende y Fidel, cuya leyenda dice: Dos pueblos hermanos –Cuba y Chile– identificados en el mismo camino, marchan juntos en la historia de este continente espléndido que vive una fase nueva y decisiva. El primer ministro Fidel Castro y el presidente Salvador Allende representan la cooperación fraternal entre dos pueblos hermanos en todos los campos.

En el siguiente apartado, argumentaré que esta búsqueda por difundir una imagen de unidad y apoyo recíproco, a pesar de las diferencias entre los dos países, también tuvo lugar en el campo cultural. Como veremos, lejos de simplemente hacerse eco de un discurso impuesto “desde arriba”, instituciones e intelectuales buscaron activamente contribuir a hacer real la aproximación entre los procesos chileno y cubano y, sin embargo, muchas veces terminaron sacando a la luz tensiones que el discurso oficial buscaba borrar.

SOLIDARIDAD, DIÁLOGOS Y CONFLICTOS EN EL CAMPO CULTURAL

Las relaciones diplomáticas chileno-cubanas a principios de la década de 1970 tuvieron a tres escritores entre sus protagonistas: Jorge Edwards, Gonzalo Rojas y Lisandro Otero. El primero fue enviado a La Habana poco después de la reanudación de las relaciones diplomáticas como encargado de negocios del gobierno de Allende, con el objetivo de realizar los preparativos necesarios para la reorganización de la embajada. Edwards era un partidario de la Revolución Cubana quien, en 1968, había viajado a la isla para participar como invitado en el Congreso Cultural de La Habana y como jurado en el concurso literario de Casa de las Américas. A pesar de ello, durante su estancia como encargado de negocios, estuvo bajo vigilancia permanente y mantuvo relaciones tensas con la oficialidad cubana.

Al fin de la misión, el propio Fidel, en un documento dirigido a Allende, expresó su descontento con el trabajo realizado por el representante chileno, subrayando sus relaciones con escritores considerados contrarrevolucionarios por el régimen. Entre ellos se encontraba Herberto Padilla, detenido poco antes de que Edwards dejara la isla. Edwards (2006) relató su experiencia en Cuba en su libro Persona non grata, publicado en España poco después del golpe en Chile. Antes de ello, a juzgar por las fuentes consultadas, el “Caso Edwards” no se trajo a colación públicamente.

Luego de algunos intentos fallidos, el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), partido integrante de la UP, logró la aprobación de uno de sus miembros para el cargo de embajador en Cuba. Se trata de Juan Enrique Vega, quien llegó a la isla el 21 de mayo de 1971. Al año siguiente, el escritor Gonzalo Rojas fue enviado como encargado de negocios de la embajada de Chile (Piña 1990, 118-119). Entre las actividades que realizó allí, sobresale su participación en actos de solidaridad con Chile y en diversos eventos culturales, además de la publicación de textos y entrevistas en revistas culturales cubanas. Según Rojas, cuando se produjo el golpe en Chile, su nombre estaba prácticamente confirmado por el Senado chileno para el cargo de embajador y los cubanos ya lo consideraban como tal (Piña 1990, 119).

Lisandro Otero
Lisandro Otero, por su parte, llegó a Santiago de Chile el 25 de febrero de 1971 como agregado cultural de la embajada cubana. Además de participar en eventos artísticos y políticos, escribió artículos y fue entrevistado para diferentes revistas chilenas sobre el tema de la política cultural cubana. Otero había sido vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura (CNC) y estuvo en el centro de la polémica en torno al poeta Herberto Padilla, que se inició con la publicación, en 1967, de una reseña crítica del libro Pasión de Urbino. En ella, Padilla calificó de “banal” el contenido de la obra, llamó a su autor (Otero) un “burócrata de la cultura” e hizo críticas a organizaciones gubernamentales. La relación del poeta con el régimen empeoró en los años siguientes, resultando en su arresto y autocrítica pública a principios de 1971 (Gallardo 2009; Miskulin 2009).

Como lo explico en otro texto (Schmiedecke 2020), tales episodios generaron opiniones divididas en el campo intelectual chileno: mientras que un pequeño grupo de escritores, representado por el poeta Enrique Lihn, salió en defensa de Padilla, un total de 77 escritores y artistas apoyaron al régimen cubano en un documento titulado “Declaración chilena”, publicado en la revista chilena Ahora y reproducido en Casa de las Américas. Además de manifestar su acuerdo con los principios defendidos por Castro en el discurso de clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, que marcó el inicio del llamado “Quinquenio gris” en Cuba, la “Declaración chilena” revindicaba que la “revisión de valores” también se produjera en Chile, porque “ha llegado el momento de las definiciones y no hay ni habrá lugar para las posiciones intermedias”. De este modo, aunque el documento se alineaba con lo que he llamado “discurso oficial” al expresar su solidaridad con Cuba, se alejaba de él al no hacer caso de las especificidades chilenas y señalar a la Revolución Cubana como un modelo a seguir.

Antes que Otero llegara a la embajada, otro intelectual que tenía fuertes vínculos con el gobierno cubano había pasado por Chile. Se trata de Régis Debray, quien luego de ser liberado de la cárcel en Bolivia, donde había combatido en la guerrilla liderada por Che Guevara, se trasladó a Chile, invitado por Allende. Durante su estadía, Debray realizó entrevistas al presidente sobre la “vía chilena al socialismo”, las cuales se publicaron inicialmente en la revista Punto Final y luego en formato libro casi simultáneamente en Italia, Francia, Inglaterra, Estados Unidos, México y Argentina (Zarowsky 2020, 78-79).

La primera edición en español, lanzada en México y Buenos Aires en abril de 1971 por Siglo Veintiuno, se titulaba Conversación con Allende: ¿logrará Chile implantar el socialismo?, e incluía, además de la conversación, una introducción redactada por Debray. En ella, el intelectual francés destacó las contradicciones del proyecto de la UP y su alejamiento de la ortodoxia marxista, pero aclaró que se trataba de “la expresión y el producto histórico” de un “desarrollo combinado, único en América Latina, de las formas políticas de la democracia burguesa y de un amplio movimiento social y proletario” (Debray 1971, 35). Además, afirmó que la situación chilena no contradecía los principios marxistas, “desmiente solamente a sus deformaciones dogmáticas” . Debray reconocía el mérito de lo alcanzado en solo dos meses de gobierno y valoraba la decidida actitud de Allende para seguir adelante, argumentando que los métodos empleados estaban demostrando su eficacia táctica. Sin embargo, cuestionaba hasta qué punto el camino elegido para hacer la transición al socialismo no estaba “hipotecando” a la ofensiva proletaria “en el nacimiento” (42), es decir, “¿Lo que ha permitido el acceso al gobierno, acaso no será lo que prohíbe el acceso al poder?” (52). Aquí el intelectual francés planteaba el problema de la inevitabilidad de un futuro enfrentamiento violento entre las clases.

En este y varios otros pasajes de la introducción y las entrevistas publicadas, en las cuales asumió la postura de una especie de inspector revolucionario ante Allende, el gran teórico del foquismo presentó reflexiones y preguntas acordes con los postulados de la izquierda “rupturista”. Así, aunque afirmara que “el proceso revolucionario chileno tiene todas las posibilidades para seguir la ruta que se ha trazado” y “Nada nos impide esperar que [la apuesta de la UP] será ganada” (54), expresando su apoyo, es visible la desconfianza hacia el futuro de la “experiencia chilena”.

Tal como señala Mariano Zarowsky (2020), Allende, a su vez, “atento a la puesta en escena, aceptaba el juego de ser examinado por Debray” (89) en una conversación que se desarrolló en un marco de calidez y complicidad (92). Allende demostró atribuir gran importancia al juicio de su interlocutor sobre el proceso chileno, buscó empatizar con él e insistió en que no era un reformador, sino un “revolucionario auténtico que quiere guiar a Chile hasta un estadio equiparable al de la Cuba revolucionaria, pero por otro camino”, como observa Joan del Alcázar (2013, 94). También según este historiador, es evidente que el presidente chileno veía en la Revolución Cubana una garantía fundamental para su gobierno, ya que “no escatima ni halagos al proceso [cubano], ni admiración por sus artífices, ni pruebas de la sintonía que con ellos mantiene” (Alcázar 2013, 94), pero hacía hincapié en que “cada pueblo tiene su propia realidad, y frente a esta realidad hay que actuar” (Allende cit. según Debray 1971, 124). La misma perspectiva está presente en las intervenciones de Debray, quien en su búsqueda por preservar “la autoridad del marxismo leninismo y los principios que fundamentaban el modelo cubano”, circunscribía los alcances de la estrategia de la UP a la coyuntura chilena (Zarowsky 2020: 88-89).

Aún en 1971, la empresa estatal Chile Films produjo un documental basado en las entrevistas que realizó Debray a Allende. Dirigida por Miguel Littin, la película Compañero Presidente buscó ser un vehículo de legitimación del presidente chileno. Littin utilizó varios recursos para apoyar la tesis de Allende de que habría diferentes formas válidas para llegar a un estado socialista y tratar de neutralizar las tensiones entre ellas. Algunos ejemplos son la no inclusión de determinados extractos de las entrevistas y el uso de imágenes de archivo para matizar o contradecir los aspectos más críticos del discurso de Debray. En la secuencia final, este aparece junto a Allende, mirando ambos en la misma dirección, lo que se puede interpretar como una metáfora sobre la confluencia de las dos vías que ellos representan (Valle y Aguiar 2003).

Hay un esfuerzo similar en el documental El diálogo de América (1972), dirigido por Álvaro Covacevich y también producido por Chile Films. Rodada durante la visita oficial de Castro a Chile, la película puso frente a frente a los líderes de ambos países, cuyo diálogo fue mediado por el periodista socialista Augusto Olivares. Según el análisis realizado por Ignacio del Valle y Carolina Aguiar (2003), el documental enfatiza la idea de un movimiento revolucionario continental, que uniría los procesos de Chile y Cuba. La adopción de un enfoque conciliador aparece claramente en la secuencia final, tanto en los fragmentos seleccionados de los discursos de ambos líderes, como en las imágenes y la canción utilizada como banda sonora. Valle y Aguiar plantean que, si bien son notorios los esfuerzos de Littin y Covacevich por crear un discurso audiovisual que legitimara las distintas vías revolucionarias, no logran neutralizar ni la mirada crítica de Debray, ni las diferencias entre Castro y Allende, especialmente frente al problema de la inevitabilidad de un futuro enfrentamiento armado en Chile.

Si, por una parte, la producción cultural permite una visión más matizada de las relaciones entre ambos procesos, por otra, da cuenta de la búsqueda de escritores, artistas y funcionarios de instituciones estatales por “negociar entre ambos modelos revolucionarios, abriendo canales de comunicación que tenían limitadas posibilidades de ocurrir en discursos oficiales”, conforme señala Montero (2019, 104). La búsqueda por acercar a ambos países en el plano cultural también la podemos ver en la firma de acuerdos y convenios, la realización de eventos artísticos conjuntos y las manifestaciones de solidaridad con el otro proceso revolucionario. Veamos algunos ejemplos.

En el primer caso, sobresale el convenio firmado entre el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) y Chile Films el 8 de marzo de 1971. Como explica Valle, el convenio abarcaba el intercambio, difusión y promoción de películas de ficción, documentales y noticieros. Con este fin se tomarían medidas legales que permitieran realizar las ventas sin recaudación de impuestos, porque “El film chileno será considerado cubano en Cuba y el film cubano será considerado chileno en Chile” (Valle 2014, 381). Otros puntos del acuerdo se referían a la realización de coproducciones, la organización de semanas de cine chileno en Cuba y viceversa, el préstamo de copias de películas y publicaciones y el ofrecimiento, por parte del ICAIC, de asistencia técnica y cursos dirigidos a cineastas chilenos (381-382). Debido principalmente a los diversos problemas que enfrentó Chile Films entre 1970 y 1973, especialmente respecto a disputas internas, desorganización y falta de recursos, no pudieron llevarse a cabo todos los puntos del acuerdo.

En el ámbito musical, la principal iniciativa encaminada a establecer intercambios entre ambos países fue la creación del grupo cubano Manguaré por iniciativa del propio Fidel Castro tras conocer al conjunto chileno Quilapayún (Carrasco 2003, 207). Sus integrantes permanecieron en Chile por seis meses entre 1971 y 1972 para aprender de los músicos de la Nueva Canción Chilena sobre el folclore sudamericano. Durante su estadía, se integraron a la escena musical de izquierda, presentándose en fábricas estatales, teatros y festivales de la canción, y grabaron discos. La presencia del conjunto cubano en el país fue promovida por artistas y la prensa de izquierda como una experiencia de cooperación musical única en la historia del folclore latinoamericano, la cual “demuestra cómo puede hacerse efectiva la hermandad de dos pueblos tan separados por la distancia y por el clima, pero que pueden cantar juntos” (Rodríguez 1985, 64).

Pero, tal como la intención de los dirigentes de apoyarse mutuamente no fue suficiente para evitar que surgieran tensiones a nivel político, la idea de superar las barreras nacionales para producir una música auténticamente latinoamericana y revolucionaria encontró dificultades prácticas para materializarse. Las profundas diferencias entre las prácticas folclóricas de ambos países dificultaron el aprendizaje y requirieron de grandes esfuerzos, según reportaron los miembros de Manguaré: “tuvimos que aprender a tocar guitarra de nuevo, a cantar de otra manera y a conocer un montón de instrumentos que no habíamos visto nunca”. En este sentido, como señala el historiador Javier Rodríguez (2017, 3), aunque los músicos de ambos países evocaban frecuentemente “la existencia de un lenguaje musical común a las expresiones folklóricas de América latina, el hecho es que los músicos cubanos constataron en Chile las dificultades de reproducir una práctica folklórica alejada de toda referencia familiar”.

Otros proyectos que involucraron a instituciones, escritores y artistas de Chile y Cuba durante la UP fueron protagonizados por la Casa de las Américas. En el ámbito literario, Chile estuvo más presente en las páginas de la revista homónima entre 1970 y 1974, período en que fue objeto de dos números especiales (Schmiedecke y Silva Júnior 2021). Además, en comparación con la década anterior, un mayor número de escritores chilenos formó parte del jurado del premio anual de la institución y en 1973 tres autores chilenos obtuvieron el primer lugar en el concurso: Fernando Lamberg en poesía, Poli Délano en cuento y Víctor Torres en teatro.

En el campo de la plástica también tuvo lugar una mayor circulación de obras y artistas. Durante la UP, pasaron por la Galería Latinoamericana de Casa de las Américas las siguientes exposiciones: “El Pueblo tiene arte con Allende”, de serigrafías; “Arte popular chileno”, con artesanías de diferentes regiones del país; “Piezas artesanales de Violeta Parra”, contapices y arpilleras; y “Exposición de La Habana (Bienal Chile-Cuba)”, con obras de artistas de los dos países. Por su parte, el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile exhibió la exposición “Maestros de la pintura cubana” en 1972.

La “Exposición de La Habana (Bienal Chile-Cuba)”, organizada conjuntamente por el Instituto de Arte Latinoamericano de la Universidad de Chile (IAL) y la Casa de las Américas, proporcionó el intercambio de obras entre los dos países. Las obras cubanas se incorporaron al Museo de la Solidaridad –inaugurado en Santiago de Chile en mayo de 1972, durante la Tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD III)– y las chilenas a la Galería Latinoamericana de la Casa (Lebeau 2020). La exposición fue celebrada por la revista Casa de las Américas como la primera vez en la historia del continente en que dos países se unían en un evento en que se donaron recíprocamente las obras con el fin de contribuir a la formación de “la capacidad artística de las masas” y constituir un patrimonio cultural latinoamericano común (Rojas Mix 1971, 187-188).

Con el mismo propósito, nuevamente en alianza con el IAL, la Casa organizó la primera edición del Encuentro de Plástica Latinoamericana, realizado en La Habana entre el 24 y el 30 de mayo de 1972. En el marco del encuentro, que culminó con una exposición de obras de 127 artistas de 11 países, se produjeron documentos en los cuales los participantes tomaban posición frente a los procesos revolucionarios en curso dentro y fuera de América Latina y el rol del artista en aquel contexto. Uno de ellos, titulado “Llamamiento a los artistas plásticos latinoamericanos”, postulaba que el proceso de unidad de la región estaba en marcha y correspondería al artista revolucionario “contribuir al rescate y a la formación de valores nuestros”. Una segunda edición del encuentro se realizó en La Habana entre el 15 y el 30 de octubre de 1973. Cuando se produjo el golpe contra Allende, el 11 de septiembre, sus organizadores decidieron enfocar el evento en la “solidaridad con la resistencia del pueblo chileno”.

En los meses previos al golpe, varios colectivos cubanos realizaron actos de solidaridad con el gobierno de la UP. En el ámbito cultural, sobresale el “Llamamiento de los intelectuales cubanos a la solidaridad con el pueblo de Chile”, firmado por más de 100 escritores y artistas. El documento denunciaba las acciones del imperialismo y la oligarquía dirigidos a interrumpir el proceso revolucionario chileno e instalar el fascismo en el país y afirmaba que el pueblo cubano y la solidaridad internacional de las fuerzas progresistas “estarán a su lado decidida, resuelta, militantemente”. Los intelectuales cubanos llamaban a los intelectuales del continente a rechazar la sedición reaccionaria y apoyar “la heroica lucha del pueblo y el gobierno de este hermano país que defiende la noble causa del socialismo en el extremo austral de Nuestra América”.

Los ejemplos analizados a lo largo de esta sección apuntan a un esfuerzo por contribuir, desde el ámbito cultural, al acercamiento entre los dos países. Con este fin se adoptaron diferentes estrategias: proyectos colaborativos, circulación de escritores y artistas y difusión de sus obras, tematización y legitimación del otro proceso político en películas, periódicos y declaraciones. En algunos casos, se observa un alineamiento con el discurso oficial, que afirmaba la especificidad de cada contexto nacional para justificar los diferentes caminos revolucionarios elegidos y enfatizaba las afinidades y la solidaridad. En otros, afloran las tensiones entre las dos vías. En este sentido coincido con Montero (2019, 108) cuando señala que “cada texto, canción o película negocia un espacio desde el cual enunciar y comprometerse en el resbaladizo y peligroso debate político. Las respuestas de los agentes culturales chilenos y cubanos fueron diversas y el contacto entre los dos países permitió múltiples expresiones”.

Aunque mi análisis se enfocó en el periodo de gobierno de la Unidad Popular, es importante mencionar que, tras el golpe de Estado en Chile, hubo un cambio de estrategia por parte del gobierno cubano y sus instituciones culturales. Esto lo podemos ver en el discurso que pronunció Fidel Castro en la Plaza de la Revolución el 28 de septiembre de 1973, dedicado a la memoria de Allende –“aquel hombre firme, aquel amigo leal”– y la solidaridad con la resistencia del pueblo chileno a la dictadura militar recién impuesta. En esta ocasión, Castro rompió con la retórica que sostuvo hasta entonces, valiéndose de los episodios chilenos para reafirmar el modelo revolucionario cubano. Allende –quien el día del golpe se negó a renunciar y resistió en el interior del Palacio de La Moneda con un fusil automático que le había sido regalado por el líder cubano– aparece en su discurso como un heroico soldado que sacrificó su propia vida por defender su justa causa. Castro fue más allá y afirmó que si cada trabajador tuviera un rifle como el de Allende a mano “no habría habido golpe fascista” y, por lo tanto, “una lección que hay que sacar de este ejemplo chileno es que con pueblo solo no se hace la revolución: ¡hacen falta también las armas!” (Castro 1973).

Algunos meses después, la misma retórica apareció en un número de la revista Casa de las Américas dedicado a Chile, sobresaliendo el artículo “Salvador Allende, muerto en campaña”, de Roberto Fernández Retamar (1974, 139-141). Allí, el director de la revista comparó el presidente muerto a Bolívar, Martí, Maceo, Guevara y otros íconos latinoamericanos de la lucha armada, destacando su heroísmo al hacer del palacio de gobierno su trinchera durante el golpe. Fernández Retamar recordó el apoyo incondicional ofrecido por Allende a la Revolución Cubana y recuperó un discurso en que él mencionó la posibilidad de recurrir legítimamente a la violencia para defender los intereses nacionales y populares, en oposición a la violencia contrarrevolucionaria. A continuación del texto de Fernández Retamar, se incluyeron imágenes que remiten a la resistencia armada, reforzando la identificación entre los dos procesos, así como la “lección” que habría sido enseñada por la “experiencia chilena”.

En la Población "La Nueva Habana". Foto: Aníbal Ortizpozo

Escenario que construyeron los pobladores de "La Nueva Habana" para la música y teatro. Al fondo a la Izquierda, está Humberto Soto, escultor, Director del Departamento de Pedagogía en Artes Plásticas,
a su lado, Marietta Monti, profesora, pintora y poetisa responsable de las actividades de pintura con los niños. Foto: Aníbal Ortizpozo. 


 CONCLUSIONES

Como señalé en la introducción, el objetivo de este artículo consistió en analizar el discurso adoptado oficialmente por los líderes cubano y chileno frente al tema de las diferentes vías revolucionarias y hasta qué punto el campo cultural fue considerado estratégico en el estrechamiento de lazos entre ambos países entre 1970 y 1973.

Basándome en estudios recientes, discursos pronunciados por Castro y Allende y la prensa de la época, sostuve que no se confirma la tesis según la cual el gobierno cubano se mostró públicamente escéptico ante la experiencia chilena y constantemente presionó por su radicalización. Los dos mandatarios adoptaron una misma retórica, centrada en la tesis de la posibilidad de implementar el socialismo por diferentes vías, según las especificidades nacionales. Ellos buscaron transmitir un mensaje de unidad y solidaridad, que consideraban fundamental para oponerse a un enemigo común: el sistema capitalista global y, más específicamente, el imperialismo estadounidense. Más allá del ámbito retórico, hubo acciones encaminadas a acercar a ambos países y materializar la solidaridad, como fueron el restablecimiento de relaciones diplomáticas, la firma de convenios en diferentes ámbitos y la decisión del gobierno cubano de donar parte de su producción de azúcar a Chile.